Todos quieren visibilidad, pero ¿para qué?
Capital simbólico, exposición permanente y el espejismo del reconocimiento en redes
No quiero decir que vivimos en la era de la visibilidad jaja pero todo proyecto, causa, marca personal o expresión artística parece obligado a mostrarse, exponerse, compartirse. En este mundo digital lo visible es sinónimo de existencia: si no aparece en los buscadores, ¿existe realmente? Si no se publica, ¿sucedió? Si no fue visto, ¿vale?
En este paisaje digital saturado, parecer importa más que ser. Y aunque esta afirmación puede sonar exagerada, lo cierto es que cada día más personas —creadores, activistas, artistas, gestores culturales, freelancers, influencers o simples usuarios— entran en una carrera silenciosa por captar atención. No porque necesariamente lo deseen, sino porque el sistema lo exige. Los algoritmos premian la exposición, las métricas moldean los discursos y la necesidad de mantenerse “relevante” nos empuja a estar presentes, incluso cuando no tenemos nada que decir.
Pero en medio de esta urgencia por ser vistos, cabe hacerse una pregunta bien profunda: ¿para qué queremos visibilidad?
La visibilidad como moneda
El sociólogo Pierre Bourdieu hablaba del “capital simbólico” como esa forma de poder que no se basa en el dinero, sino en el prestigio, el reconocimiento y la validación social. En el ecosistema digital contemporáneo, ese capital simbólico se ha traducido en follows, likes, menciones, colaboraciones, invitaciones a paneles o posicionamiento en búsquedas. Es la nueva forma de ser “alguien” en el mundo: acumular presencia, ser ubicable, aparecer.
Pero hay una trampa en la que pienso vale la pena pensar. La visibilidad digital no siempre se traduce en profundidad, en impacto real o en comunidad. A veces solo produce más visibilidad. Un loop estéril donde mostramos sin decir, compartimos sin pensar, publicamos para no desaparecer.
Y lo más preocupante: en el intento de ser vistos, muchas veces dejamos de mirar. Mirar críticamente, con sensibilidad, con atención. Porque la carrera por ser relevante es, en el fondo, una guerra silenciosa por la atención de los otros. Y en esa guerra, lo que menos abunda es la pausa.
¿Quién se beneficia de que todos queramos ser visibles?
No es casual que las plataformas estén diseñadas para fomentar esa necesidad de mostrarse. Como señala Shoshana Zuboff, autora de La era del capitalismo de la vigilancia, los sistemas digitales actuales están diseñados para capturar nuestra conducta, predecirla y monetizarla. Cuanto más mostramos, más datos generamos. Cuanto más visibles somos, más predecibles nos volvemos. Y en esa lógica, lo que está en juego no es solo nuestra privacidad, sino nuestra agencia simbólica.
La visibilidad se ha convertido en una forma de producción. Cada selfie, cada reel, cada frase estética en un carrusel de Instagram genera valor para la plataforma, pero no necesariamente para quien la produce, lteral estamos chambeando deoquis para los nubelistas. y peor aún: en ocasiones, genera deuda emocional. Porque exponer algo propio y no recibir validación también duele.
¿Y en el mundo cultural?
En los mundos de la cultura, la gestión, el arte o el activismo, la visibilidad tiene su propio peso. Ser reconocido puede abrir puertas, conseguir apoyos, sostener proyectos. Pero también puede traducirse en presión por adaptarse a lo que funciona, a lo que gusta, a lo que se puede mostrar sin incomodar. Se corre el riesgo de que la visibilidad se vuelva forma sin fondo.
¿Cuántas veces hemos visto proyectos culturales pensados más para redes que para territorios? ¿Cuántas campañas supuestamente “con causa” que solo buscan viralidad? ¿Cuántos discursos maquillados de conciencia que, en el fondo, solo buscan marca personal?
La visibilidad no es neutral. Lo que se muestra —y lo que no— responde a lógicas de poder, de legitimación, de exclusión. Como diría Bourdieu, lo simbólico también domina.
Reconocimiento no es igual a sentido
No hay nada de malo en querer ser visto. El problema es cuando eso se vuelve el centro de todo. Cuando la estrategia le gana al sentido. Cuando la forma se traga el fondo. Cuando dejamos de preguntarnos qué queremos comunicar para enfocarnos en cómo hacerlo sonar bien.
En su ensayo La agonía del Eros, Byung-Chul Han advierte sobre el exceso de positividad y exposición que domina nuestra época. Dice que hoy nos mostramos tanto, que ya no hay lugar para el misterio, la profundidad o el vínculo real. Todo se vuelve transparente, performático, optimizado. Pero lo que nos transforma no siempre es visible. A veces lo más potente ocurre en lo invisible, en lo íntimo, en lo lento.
En lugar de seguir replicando discursos vacíos con estética perfecta, tal vez sea hora de hablar de una ecología del contenido: una forma de habitar los entornos digitales sin agotarlos, sin agotarnos. Así como no todo lo que brilla es oro, no todo lo que se viraliza tiene valor. Y no todo lo que no se ve carece de sentido.
Pensar en una ecología del contenido implica cuidar lo que decimos, cómo lo decimos y por qué lo decimos. Es comprender que cada publicación forma parte de un ecosistema simbólico que impacta nuestra percepción del mundo. Si solo publicamos para que nos vean, alimentamos el ruido. Pero si compartimos desde una posición ética, estética y situada, podemos sembrar pensamiento, pausa y posibilidad.
Creo mucho en que si vamos a luchar por visibilidad, que sea para decir algo que valga
No necesitamos más personas que hablen bonito. Necesitamos más personas que hablen con verdad.