Gestión cultural como práctica de resistencia sensible en la era de la cultura plataformizada
¿Para qué sirve el arte cuando el mundo se está cayendo a pedazos? ¿Qué sentido tiene hablar de cultura en un contexto donde millones de personas sobreviven a diario entre guerras, injusticia, algoritmos, silencio e indiferencia? Esta pregunta —incómoda pero necesaria— atraviesa todo el trayecto que recorrí durante el semestre en la materia de Estética. Lejos de ofrecer respuestas fáciles, las lecturas, debates y reflexiones que tuvimos en clase me mostraron una realidad más compleja de lo que imaginé: no basta con entender el arte como objeto, ni la cultura como adorno. El lugar desde el que pensamos y ejercemos la gestión cultural debe cambiar y urge repensarlo.
A lo largo del curso, comprendí que el trabajo del gestor cultural no puede limitarse a producir eventos, administrar recursos o entretener públicos. Ese modelo instrumental, funcional y domesticado de la gestión es parte del problema. En cambio, surgió en mí la convicción de que el verdadero quehacer del gestor está originariamente comprometido con la cuestión de la sensibilidad para con el otro. No se trata de estetizar la realidad, sino de ofrecer un arte ético, congruente con su contexto, que no adorne la indiferencia, sino que resista con dignidad y siembre pensamiento crítico en un terreno cada vez más desolador.
Este ensayo es una invitación —y una postura— frente a la captura de lo sensible que impone la cultura plataformizada, el capitalismo cognitivo y la banalización de la experiencia. Propongo entender la gestión cultural como una práctica de resistencia ética y estética que no se acomoda a las lógicas de mercado ni a lo que dictan los algoritmos, sino que construye comunidad, memoria, pensamiento crítico y posibilidad de transformación. En otras palabras: si el arte aún tiene cabida en este presente hecho mierda, es gracias a quienes lo defienden como espacio de humanidad, y no de consumo.
La falsa neutralidad de la cultura y el rol del gestor cultural
Hablar de “cultura” parece, a veces, hablar de algo evidente, algo que todos reconocemos y valoramos, cada persona tiene un concepto muy claro de lo que llaman cultura. Sin embargo, como señala Krotz (2004), esa supuesta claridad puede ser muy engañosa: “la cultura es todo menos un concepto unívoco; se ha usado para nombrar lo sublime, lo peligroso, lo identitario y lo mercantil” (p. 5). La cultura no es un objeto neutral ni una esencia inmutable: es una construcción histórica, política y profundamente disputada. Lo que una sociedad considera “cultural” responde a relaciones de poder, a mecanismos de legitimación simbólica, y a estructuras sociales que operan sobre la memoria, el lenguaje y la sensibilidad. En ese sentido, no hay cultura sin ideología, y por tanto, tampoco hay gestión cultural inocente.
Desde esta mirada crítica, el gestor cultural no es un mero operador técnico o administrativo, sino un agente que, consciente o no, participa en la reproducción —o transformación— de un cierto orden simbólico. Aquí es donde la obra de Pierre Bourdieu resulta fundamental: sus nociones de capital cultural y distinción nos muestran cómo las prácticas culturales tienden a reproducir desigualdades sociales bajo la apariencia de “buen gusto”. “La cultura legítima […] sólo parece universal porque se impone como tal desde posiciones de poder simbólico” (Bourdieu, 1998, p. 102). Así, si el gestor cultural no cuestiona las lógicas que legitima, aquí es donde corre el riesgo de convertirse en curador del privilegio, en promotor de una cultura que excluye mientras presume inclusión.
Cultura de masas, algoritmos y plataformas: la captura de la sensibilidad
Si el siglo XX fue el escenario donde la industria cultural “estandarizó” el arte para integrarlo a la lógica del mercado, el siglo XXI ha ido más allá: ya no solo se mercantilizan las obras, sino también las emociones, los vínculos, los cuerpos y los datos. Vivimos bajo lo que autores como Gilbert (2024) y Jara (2024) describen como la plataformización de la cultura, una etapa del capitalismo en la que los algoritmos no solo distribuyen contenidos culturales, sino que producen subjetividades: nos dicen qué ver, qué sentir, qué querer, qué admirar y a qué indignarnos… y por cuánto tiempo (Gilbert, 2024, p. 2).
El negocio del entretenimiento moderno consiste en obtener y mantener nuestra atención de la forma más eficaz posible y esto, por supuesto, ha afectado mucho la forma en que experimentamos la cultura. Las plataformas no promueven la reflexión ni el pensamiento crítico, sino el consumo rápido y el entretenimiento constante, el objetivo de las apps es que te mantengas el mayor tiempo usandolas. En este nuevo régimen de atención, la sensibilidad se convierte en un recurso aprovechable. La gestión cultural, entonces, se enfrenta a un dilema ético urgente: ¿seguiremos organizando eventos al ritmo del scroll de nuestros celulares o resistiremos el mandato de los trends para recuperar la profundidad de lo sensible? Porque allí donde el arte podría incomodar, interrumpir o sanar, hoy muchas veces se le pide solo que distraiga, que no moleste y que acumule likes.
La praxis cultural como ética de la sensibilidad y el cuidado
Frente a este panorama de algoritmos que moldean afectos, y un mercado que captura la creatividad para volverla mercancía, surge una pregunta del millón: ¿qué significa hacer gestión cultural hoy desde la dignidad y no desde la domesticación? A lo largo del curso comprendí que la praxis cultural no es solo una forma de hacer, sino, sobre todo, una forma de posicionarse en el mundo. Gestionar cultura es intervenir en la sensibilidad colectiva, es tomar partido frente al dolor, la injusticia o el olvido. No se trata de producir eventos culturales, sino de construir procesos colectivos donde el arte abra grietas en la lógica de la indiferencia.
En este sentido, el gestor cultural no debe ser un programador de contenidos, sino un cuidador de lo común, alguien que reconoce en el arte una herramienta para sembrar pensamiento crítico, restaurar memorias fracturadas o abrir espacios de encuentro en medio de la fragmentación social. Desde esta visión, la gestión cultural deja de ser un aparato que embellece el paisaje urbano o impulse la economía creativa, y se convierte en una forma de resistencia, una práctica afectiva, ética y situada.
Hacia una gestión cultural que siembre sensibilidad crítica
Si aceptamos que la cultura está siendo moldeada por fuerzas que priorizan el rendimiento, la atención constante y convertir la protesta en puro espectáculo como denunciaba Debord, entonces la gestión cultural no puede seguir reproduciendo ese modelo. Lo que se necesita no es más programación cultural, sino cultivar experiencias que despierten la capacidad de imaginar mundos distintos. En este punto, resulta clave recuperar la idea de creación colectiva y economía afectiva propuesta por autores como Moulier-Boutang y Varoufakis. Según Varoufakis (2020), el modelo actual ha mutado hacia una forma de “tecnofeudalismo” en la que grandes plataformas extraen renta en lugar de generar valor mediante producción, rompiendo así con los principios clásicos del capitalismo (Varoufakis, 2020, p. 121). Moulier-Boutang (2004) complementa esta visión al afirmar que “la creación colectiva es un acto político que subvierte las lógicas individualistas del capitalismo cognitivo” (p. 17).
Desde esta perspectiva, el gestor cultural debe ser capaz de articular proyectos que vayan más allá de la difusión artística. Se trata de abrir espacios donde la comunidad pueda reconocerse, sanar, cuestionar y resistir. Esto implica escuchar antes que imponer, acompañar antes que intervenir, y sostener procesos en lugar de eventos. Una gestión cultural verdaderamente comprometida con su tiempo no teme incomodar, ni trabaja para agradar a patrocinadores o métricas, sino que asume su rol en la creación de una sensibilidad crítica. Sensibilidad que no embellece la crisis, sino que la confronta con dignidad.
Gestionar para resistir, resistir para transformar
Lo que aprendí a lo largo del semestre no fue solo diferentes perspectivas de autores, sino una forma distinta de mirar mi futuro profesional. Descubrí que ser gestor cultural no es una función técnica ni un rol accesorio dentro del aparato cultural del Estado o el mercado. Es, o debería ser, una práctica ética que transforma el modo en que nos vinculamos con el arte, con los otros y con la vida misma. En un presente donde la cultura se monetiza, se digitaliza y se administra con métricas, defender el arte como espacio de lo humano —de lo ineficiente, lo sensible, lo crítico— es un acto político en sí mismo.
La gestión cultural que propongo no adorna la indiferencia. No organiza festivales para distraer del dolor, ni convierte lo artístico en espectáculo vacío. Lo que busca es resistir con dignidad, sembrar sensibilidad, y recuperar la potencia del arte como herramienta de transformación colectiva.
Porque incluso en medio del colapso, aún hay lugar para lo posible. Y es ahí, justo donde debemos estar.